miércoles, 2 de noviembre de 2016

Diggin. En busca del vinilo perdido.

Diggin. En busca del vinilo perdido.


Me gusta pensar como la música nos puede deleitar y abrir nuevos horizontes más allá de la piel de gallina que nos provoca su sonido o las ganas de ponernos a bailar que nos transmite su ritmo. Cuantos recuerdos vinieron a nuestra mente, traídos por la melodía de una canción que quizás escuchemos remota, en un paseo, salpicada a la calle, desde la ventana de un bar. Entonces, una canción puede ser un recuerdo, una canción puede ser un momento, una canción puede ser un dibujo, una canción puede ser un lugar, una canción puede llevarnos a parajes desconocidos, convertirnos en buscadores de tesoros. 

No hace mucho que la música se empezó a encapsular, se sonó-fijo, como lo denominarán autores como Michel Chion (El arte de los sonidos fijados). Existen épocas donde el silencio que nos llega sólo se puede sonorizar por lo que la imaginación nos sugiere. Pero hasta hace poco, las voces, los instrumentos y hasta los aplausos, pueden intercambiarse, perderse o guardarse en un pequeño gadget portátil, para que ligeramente uno se pueda llevar la Filarmónica de Nueva York al Aconcagua. 

Desde principios del siglo pasado no solamente aparece en escena un objeto para por ejemplo, armar pequeñas fiestas en casa con sonidos lejanos y ritmos nuevos, sino que se cultivará también un nuevo anhelo que se transformará en floreciente pasión, por buscar, encontrar y poseer, pedazos de momentos musicales. 

Como nos cuentan en Diggin’Barcelona, un documental autofinanciado, creado por el dj francés Karl Hungus que hace un recorrido por los locales de la capital condal que albergan una programación musical basada en el soul, el funk, el jazz y el latin, intentando crear espacios donde la variedad de platos sea el menú de sus noches, diggin’ (del inglés dig: cavar) es una palabra que intenta describir un fenómeno que como se puede leer en algún blog, podría estar muy ligado a la arqueología, por lo que supone de búsqueda y aprendizaje. Y es que la satisfacción de encontrar y rastrear una perla discográfica, después de sumergirse en oscuros océanos, no es fácil de describir, sino  que hay que vivirla. Entre ellos, los que la viven, hay coleccionistas, dj’s en busca de la rareza que haga estallar de júbilo, los oídos de sus feligreses y cada vez más, anónimos amantes de un revalorizado vinilo. 
Seguir la huella de un oasis de discos nos puede hacer llegar a parajes y rincones remotos u ocultos, y al hallarnos allí, encontrar un espacio donde el tiempo se haya detenido y seamos testigos de lo inabarcable, mientras dialogamos con el propietario de ese paraje. En relación con este viajar por la música hay quien ha creído encontrar, una excusa diferente para acercar a los turistas a su agencia de viajes, una es vender packs de viajes para asistir a festivales de música y la otra poder viajar donde se creó el estilo musical del interesado, como en octubre del 2011 ideó la agencia inglesa Thomson.

  El diggin’, entonces es una búsqueda, pero también nos habla de una cultura y de un entender la música desde sus múltiples facetas. Porque quien empieza a excavar y a encontrar tesoros, querrá saber de donde vienen éstos, quien los decoró, comenzará a querer cuidarlos y clasificarlos, para una mejor conservación y gustará de mostrarlos y hasta de ampliar sus historias con palabras escritas en revistas y libros. Estamos hablando entonces  ¿De un ritual? ¿Una adicción? ¿Un leit motiv íntimo? Quizás sean estas u otras muchas cosas más. Tal vez sea algo que forme parte de la historia de amor entre las personas y la música. De todos modos, lo que si se vislumbra es que la persona interesada, independientemente de su afán coleccionista, la persona que persigue un sonido, pasa de ser un mero oyente y consumidor a ser un escuchador y un curador de su propio àlbum sonoro. 

Un cuidador musical cuya tarea o afán parece no tener fin en los espacios físicos, sino que se amplía y bifurca, creando nuevos lugares donde explorar, en los lados virtuales de la realidad. Sumergirse en la red, navegar y saltar entre hipertextos, puede llevarnos a seguir rastros por sonoridades extranjeras, a contemplar colecciones, como las que recuenta Ben Gunn en la revista Al oído 1, dentro del capítulo “Compartir no es delito”, con rarezas o piezas sonoras que abren el abanico sonoro personal y ponen en contacto enamoramientos comunes. 

<< Están los coleccionistas que se toman el trabajo de digitalizar sus preciados y por décadas atesorados vinilos. Miles de oyentes agradecen luego en silencio, como una caricia al oído, ese sonido de fritura que el higiénico cd se había devorado. Sonidos que dormían en casettes bajo llave hoy vuelven a girar por el mundo, a patinar. Recitales históricos en cavernas olvidadas, viejos programas de radios, entrevistas, demos, simples y lados B, lados C, lados D >> (Benn Gunn). 

Porque quizás el diggin’ nos hable de eso, del querer enriquecer la música, de darle otras trascendencias, de no conformarse y encontrar la relación personal y no pautada con el sonido que nos gusta, con la melodia que aún no sabemos si querremos recordar. 


Este artículo aparece también en la web: leedor

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